sábado, 24 de agosto de 2013

La lenta marcha del olvido

La primera vez que nos tocamos no se me olvida.
Inocente, ignorante, inconsciente.

Y de repente, irremediablemente inundada.

Grabados en mi memoria los instantes como fotogramas inolvidables. Cada caricia primera en cada primera parcela de piel acariciada por tus dedos. Cada suspiro tras cada roce inesperado, cada mirada suplicante ante el espacio entre los cuerpos.
Primero mi mano en tu brazo y tus labios en mi cuello, susurrándome.
Después tu mano en mi nuca y mis dedos en tu mejilla, curándote.

Y de ahí al abismo, a ciegas.




La última vez que toqué tu piel no consigo recordarla.

Tantas veces te toqué como si hubiera de ser la última, convencida hasta el absoluto de que no habría una más. Tantas veces te perdí sin perderte, te abandoné sin abandonarte, renuncié a ti sin poder renunciarte. Tantas veces asumí el no que yo misma proyectaba en los ángulos cóncavos de nuestros encuentros secretos. Tantas veces viví el desgarro del fin del nosotras que tú soñabas en voz alta y que yo imaginaba en secreto.
Que ya no sé dirimir cuál de todas fue la última de verdad. Cuál de todas fue la que rompió algo tan débil, tan pequeño, tan adentro, que no tiene nombre y que jamás se recompondrá.

Amalgamados en el vacío atemporal de donde surge mi melancolía.


Porque lo roto, roto quedará por siempre. Allá donde estés y allá donde yo me encuentre.