miércoles, 1 de mayo de 2013

Desenredando consecuencias erróneas

No sería capaz de ubicar en el tiempo el momento en que dejamos de hacer el amor y empezamos a follar.
Ni siquiera tengo la sensación de que eso pasara.
Más bien me parece que es algo que tú querrías creer para hacerlo más sencillo. Y que yo me vi abocada a creer.

Sí sé que desde algún instante inexacto y difuminado empecé a llorar cada vez que nos tocábamos con ese ansia animal. Y tan dulce.
Y recuerdo que dolía, que no quería hacerlo nunca más. Pero no quería parar. Nunca quería parar.

Era necesario e inevitable. Era naturaleza desgarradora reclamando lo que le pertenece. No se podía parar, ni evitar, ni censurar.
Toda yo era para envolverte y conquistarte entera. Toda yo era para entregarme a tus manos y a tus piernas. Y a tu boca.

Nunca, jamás follamos.

Hicimos el amor más veces de las que podremos contar. Incluso sin quitarnos la ropa, incluso sólo con abrazarnos, hicimos el amor.
Contigo como con nadie. Lo reconozco.
Conmigo como nunca antes, ni después. Reconócelo.

Siempre hicimos el amor. Porque eso era lo que hacíamos al entrelazar las manos, al clavar las rodillas, al esconder los dedos, al gritar nuestros nombres. Eso era lo que hacíamos al sudarnos, al empujarnos contra las paredes, al tirarnos del pelo, al perseguirnos las lenguas.

Siempre hicimos lo que siempre fuimos.